
Muchos estamos conscientes de la importancia de la naturaleza en nuestras vidas. Sin embargo, lo tomamos como algo dado por sentado. Nuestra vida citadina cada día más nos aparta de la oportunidad de tener experiencias al aire libre.
Durante mis 17 años en educación preescolar y primaria vi como la infancia de mis alumnos eran radicalmente diferente a la que afortunadamente yo había disfrutado.
Mis hermanas y primos crecimos en los jardines de la casa de mi abuela materna. Para nosotros era una gran extensión de terreno por explorar. No había tiempo para el aburrimiento. Cada día una nueva aventura por descubrir, desde montarnos en una rama más alta, crear carreteras en los caminitos de tierra, montar caballito con las hojas caídas de las palmas, saltar con el regador del jardín y la máxima, entrar en el corral de los gansos o en el gallinero para atravesarlos sin ser víctimas de algún picotazo. Recuerdo recoger las plumas de cuanto pájaro dejaba por el patio y pintarlas a nuestro antojo. Realizábamos excursiones a lugares fantásticos producto de nuestra imaginación. Cortábamos ramas de una planta con la que construíamos pitillos para hacer concursos de la pompa de jabón más grande. En fin, caminar descalzos en la grama y buscar formas en las nubes era cosas de todos los días.
Observaba que mis alumnos se sentían incómodos con muchas de estas experiencias. En los años 90 lo llamé “síndrome del niño de apartamento”.
Cuando mi hija nació me propuse hacer que compartiera al máximo con la naturaleza. Recuerdo que cuando llovía en la ciudad, salíamos a jugar en la calle y saltar los charcos, subimos al Avila, la llevé al jardín de su abuela que tenía una pequeña hacienda para que jugara entre vacas, caballos, conejos y pollos.Pero esto no parecía ser suficiente… Había algo que estábamos omitiendo. Mientras ella corría “libre” siempre estábamos presentes de alguna manera en sus juegos.
Estudiando más en el tema llegué al nombre del síndrome que había notado años atrás. “Síndrome de desorden por falta de naturaleza” (Nature Deficit Disorder) el cual nos define a la generación nacida en los años 60, como los últimos que jugamos a plenitud al aire libre y es algo universal.
En esta investigación, recopilada por Richard Louv ganador de la medalla Audubon 2008 con su libro Last Child in the Woods, explica la diferencia de la exploración personal en la naturaleza que nos permite desarrollar nuestros sentidos y sistema nervioso versus los juegos dirigidos al aire libre. Habla de la increíble presión del juego electrónico que sucumbe el deseo de salir a jugar, aún existiendo el jardín y el campo. Una tendencia mundial donde incluso los adultos caemos a la misma tentación. Lo más impactante de estos estudios es la relación del este síndrome con el aumento de otros como el déficit de atención.
Yo le añado a todo esto la necesidad de que nuestros niños deban entrar muy pequeños al sistema escolar y la tendencia de los preescolares en premiar a nuestros alumnos por cada logro. Muchos de estos simplemente son el cumplimiento de una tarea cotidiana cuya realización no debería requerir ningún estímulo externo. Desde mi punto de vista, los premios deberían ser por realizar acciones que requirieron un esfuerzo muy superior al ordinario.
Los famosos sellitos y caritas felices se esparcieron por todos lados por cualquier cosa, haciendo que nuestros niños buscaran permanentemente la aprobación externa. Llegando hasta el bachillerato para estudiar por una nota que dará un premio extra y no por el conocimiento o la obtención el puntaje académico deseado.

Explorando la Naturaleza
¿Qué hacer? Seguir explorando, seguir ofreciendo oportunidades para que nuestros hijos exploren…desde cosas muy sencillas como dejarlos pelar una mandarina, un mango, una naranja, para que puedan desarrollar su motricidad fina, venciendo la resistencia de la cáscara sin romper el interior, chorrearse los dedos y los cachetes con el jugo de la fruta, y teniendo la gratificación personal del trabajo hecho por ellos mismos. Abrazar un árbol, jugar con barro, treparse en las rocas… experiencias que les permitan desarrollar sus sensaciones y sentidos. Preparándolos para jugar libres y tomar sus propias decisiones, enseñándoles que hay un mundo que espera por ellos para ser descubierto.
La mejor forma de enseñar a nuestros niños es permitiéndonos a nosotros mismos de ser parte de ese reencuentro con nuestra propia conexión con la naturaleza. Ser nosotros mismos los impulsadores de esa experiencia vivencial. Atrevernos otra vez a explorar, a acercarnos mas a la naturaleza y reconectar esa pasión que tuvimos de niños.